26 de agosto de 2011

Peleándose por el corte


Capítulo II

Como quiera que ustedes decidieran finalmente llamarles, el caso es que el doctor Sensible y la doctora Específica decidieron casarse, que la vida tiene cosas así, que qué bonito es el amor y yo aquí como un idiota encerrado en casa escribiendo la tesis doctoral una tarde de viernes de agosto.

El caso es que fueron felices y, fruto de su amor, nació un hijo, que, como todos los hijos, tuvo que ir al instituto y examinarse de Matemáticas. Un día, llegó a casa con un cinco en su último examen.

-Enhorabuena, hijo -dijo el doctor Sensible- esto demuestra que sabes las suficientes Matemáticas.
-Nada de enhorabuena, cariño -replicó la doctora específica. Tu hijo no sabe Matemáticas y la nota que ha sacado se ha debido a la suerte y la casualidad.
-Eres tú la que se equivoca querida. Y te lo puedo demostrar.

Dicho lo cual, el doctor se llevó a la doctora al estudio, cogió una hoja de papel y le explicó.

-El objetivo de un examen es separar a los alumnos que saben las Matemáticas suficientes para pasar de curso de los que no las saben. La mayoría de los alumnos que saben Matemáticas tendrán un cinco o más. De acuerdo, algún alumno tendrá más de un cinco por suerte, pero ése repetirá el curso que viene. Quizás no sería una tontería que la nota de corte para aprobar fuera un cuatro. Así los alumnos que saben Matemáticas pero tuvieron mala suerte y sacaron un cuatro y medio podrán promocionar.

El doctor Sensible quedó muy convencido por su razonamiento y no se dio cuenta de que con su método estaba haciendo exactamente lo mismo que hacía con sus pacientes: asegurarse que todos los alumnos que tenían conocimientos de Matemáticas fueran un curso más allá; del mismo modo que sus pacientes, que ante el mínimo síntoma eran candidatos a un estudio exhaustivo.

-No estoy de acuerdo -replicó la doctora Específica. No se trata de separa a los que saben de los que no saben, sino justo de lo contrario: de separar a los que no saben de los que sí. Según esto, la nota de corte debería ser por lo menos un siete. Así, los alumnos que promocionen tendrán el éxito asegurado y, los que tengan la mala suerte de saber y no tener la nota necesaria se aplicarán aún más.

También la doctora Específica actuaba con los estudiantes del mismo modo que con sus pacientes: el cuadro clínico de sus enfermos debía ser muy llamativo como para que decidiera preocuparse por ellos, así como los alumnos haber hecho exámenes brillantes para pasar de curso.

En el campo médico, ¿cuál debe ser el punto de corte óptimo en una prueba que pretenda separar dos grupos, pues? ¿Tiene sentido que una glucemia en ayunas de 125 no sea indicativa de diabetes y una glucemia de 127 sí? ¿Tiene sentido que un tumor de pulmón de 2,9 centímetros (categoría T1) sea diferente a uno de 3 centímetros (categoría T2) pero sin embargo igual a uno de 0,5 centímetros (categoría T1)?

El doctor Sensible y la doctora Específica iban a comenzar a pelearse cuando su hijo intervino en la conversación.

-En pocas pruebas del mundo real existe un punto de corte que satisfaga completamente vuestros dos puntos de vista a la vez. Toda ganancia de sensibilidad (aprobar a más alumnos que sepan) implica forzosamente una pérdida de especificidad (aprobar a alumnos que no sepan). Sin embargo, puedo encontrar una forma de hallar el punto de corte óptimo. Y os la voy a demostrar.
-Puede que nuestro hijo sepa Matemáticas después de todo -pensaron a la vez los padres.

Foto: Math and pen por cortesía de Theprimaryjosh.

23 de agosto de 2011

Don Sensible y doña Específica


Capítulo I

Había una vez, hace muchos años, un médico sensible.

Bueno, en realidad esto es un cuento, no hace falta decir que hace muchos años desde que ocurriera esta historia. Y cuando digo que el médico era sensible, no quiero decir que fuera especialmente empático con los sentimientos de sus pacientes, no. Cuando digo sensible, quiero decir otra cosa.

El médico era sensible porque era capaz de detectar cuándo uno de sus pacientes enfermos estaba enfermo. Dicho de otra forma, que un paciente enfermo no se escabapa de su consulta etiquetado de "a usted no le pasa nada". Sí, nuestro médico era capaz de percibir cualquier mínimo indicio en sus pacientes que le indicara que éstos estaban enfermos. "Pues vaya mérito" -pensarán ustedes- "es lo mínimo que se le puede exigir a un médico" -continuarán sin caer en la cuenta del problema del que adolecía este doctor.

Le llamaremos A. Vale, está bien, "A" es un nombre demasiado científico. No sé... ...bautícenlo como Antonio, Alberto, Aniceto, Anastasio o como mejor les parezca. El problema de Don Anacleto era que consideraba síntomas muy banales como indicios de presuntas enfermedades muy graves. Claro, así no se le escapaba nadie. Él detectaba a todos los enfermos, sí, pero a costa de decir que muchos sanos estaban graves. Porque, ¿y si ese simple resfriado de aquel chiquillo no era en realidad una neumonía atípica? ¿Y si esa lumbalgia de aquel señor no tenía detrás cualquier enfermedad más seria?

La consulta de al lado la pasaba la doctora "B". Doña Blanca, doña Blasa, doña Brígida o como prefieran. El caso es que doña Berta era todo lo opuesto a don Álvaro. Muy enfermo tenía que venir uno de sus pacientes para que ella detectara que le pasaba algo. Muchos pacientes graves se le escapaban sin que ella se hubiera dado cuenta, pero a su favor podía decir que, al revés de don Anatolio, doña Beatriz jamás le pondría una etiqueta de enfermo a alguien que no lo estuviera. Era todo lo contrario de una médica sensible. Era una médica específica.

¿Y quién de los dos lo hacía mejor, don Ataulfo o doña Baldomera? Pues como todo en esta vida, depende. Comenzamos hoy una serie de actualizaciones que pretenden introducir mi tesis doctoral de forma simple y comprensible. Si quieren conocer la respuesta a esta pregunta, sigan sintonizando el mismo canal a la misma hora. O bien, suscríbanse al blog mediante RSS.

20 de agosto de 2011

Begonia, una historia de terror


Yo soy científico y huyo de la superstición, pero reconozco que hoy en día hay cosas que la ciencia no puede explicar. Como lo que me ha ocurrido con mi begonia. Con mi begonia, tiene que haber alguna explicación racional o ser una casualidad como otra cualquiera.

Hace dos años que sembré mi patio. Para hacerlo, le pedí a mis amigos que me trajeran plantas de su casa, de forma que recordara algo de ellos cuando las ciudara: el ficus me lo trajo Paco; la cinta, Carmen; el aloe vera, Lucía; la falsa parra, Javi; el cactus rojo, los chicos del hospital y así, muchas más.

Entonces, una paciente me regaló un trozo de su begonia. Yo lo planté en un tiesto, donde se mantuvo moribundo mientras que sus compañeras crecían rápidamente. Mientras que la paciente pasaba por una enfermedad de muchos meses, la begonia permaneció inmutable. Finalmente, la paciente se acabó operando y se curó y, como por arte de magia o por simple sugestión, aquella misma tarde de la operación, noté que la begonia había empezado a crecer y que estaba cuajada de capullos.

Es verdad que hay una gran variedad de begonias y que pueden florecer en cualquier época del año; así que me sonreí por la casualidad de que la planta hubiera decidido reaccionar precisamente aquel día después de diez meses de hibernación. Desde aquel día, la planta ocupa un sitio importante en mi jardín y muchas visitas no dudan en elogiar su vitalidad.

Hace unos días, ofrecí un esqueje de ella.

-Si tanto te gusta la begonia, llévate un trozo. Prende fácilmente.
-Huy, no, qué va. Yo no me llevo begonia.
-¿Por qué?
-Porque esta planta crea un vínculo con la persona que te la da. Si se te pone fea, es que quien te la ha regalado tiene algún problema de salud; y si florece, todo lo contrario. No, no, yo no quiero que me des un trozo de begonia; es una planta que me crea mucha inseguridad.

Después de semejante declaración, no le conté la historia real de la begonia; sobre todo porque yo creo en la ciencia y sé que esto no puede haber sido más que una casualidad. Pero ahora, cada vez que riego la planta, la veo con otros ojos. Porque, si hace doscientos años yo hubiera intentado convencer a un otorrino de que determinados cánceres de laringe pueden curarse con radioterapia, una fuerte energía que ni se ve ni se oye, seguramente habría pensado que el éxito de la terapia era fruto de la casualidad y la superstición, porque su propia ciencia habría sido incapaz de comprender un fenómeno como éste.

14 de agosto de 2011

El paciente teledependiente


Muchos médicos que no lo han probado argumentan en contra del modelo teleasistencial que, al facilitar la comunicación del paciente con el médico, crea a enfermos mucho más dependientes y, consecuentemente, se aumenta la carga de trabajo.

Yo, que soy como Santo Tomás, que hasta que no meta el dedo en la llaga no me lo creo, he tenido que facilitar mi correo, mi Facebook y mi Twitter a bastantes pacientes para probar el modelo y para acabar admitiendo que, efectivamente, con este sistema existe una tendencia a crear pacientes dependientes del médico. Esto es un gran problema porque, hoy en día, en nuestro Sistema, procuramos que el paciente asuma un peso importante de su propio cuidado en la medida de lo posible. ¿Entonces el modelo de teleasistencia que estoy ensayando, que pretende una relación directa médico-paciente, da un paso hacia atrás?

Lamentablemente, no estoy aún en situación para responder de forma rotunda esta pregunta, pero seguramente la respuesta sea gris. No todos los pacientes son candidatos al modelo. Por ejemplo, he notado una tendencia a que los pacientes que consultan por rinitis e insuficiencia respiratoria nasal me piden por correo revisiones más precoces que, tras producirse, no han alterado en ningún caso mi plan terapéutico. Así, he decidido que estos pacientes no serán candidatos de momento a continuar con mi experimento.

Sin embargo, en la mayoría de la patología no he encontrado que se cree ese temido aumento de la dependencia, al menos por el momento. Les mantendré informados acerca de tan inquietante cuestión.

Foto: Mi Converse tantea el norte en una brújula en el suelo.

10 de agosto de 2011

Siete impresiones sobre Berlín


En Berlín, los hospitales son silenciosos. En realidad, toda Alemania es silenciosa, pero los hospitales destacan por un silencio sobrecogedor, casi angustiante. Incluso los celadores bajando a los enfermos de las ambulancias lo hacen sin hacer ruido. Eso sí, al igual que en España, aparentando seguridad, uno se puede colar en un hospital para curiosear sin que nadie le pregunte a dónde va.

En Berlín, es difícil encontrar una red WiFi gratuita, mucho más que en otras ciudades de Europa. Pero lejos de ser esto un inconveniente, ha resultado ser muy liberador para poder desconectar (nunca mejor dicho).

En Berlín, ni el oeste parece tan rico ni el este parece tan pobre. Mucho tuve que patearme Berlín Este hasta encontrar un edificio de la época previa a la caída del Muro que aún estuviese sin restaurar. Eso sí, cuando lo hallé, pude meterme por sus patios interiores, por sus oscuras escaleras y sus pobres descansillos, paladeando cierto regusto a Historia Contemporánea que sé que cada vez será más difícil de encontrar.

En Berlín, la publicidad del tabaco es agresiva. En concreto, me impresionó un anuncio en una parada de autobús (¿está permitido eso en España?), que decía "¿Dejarlo o volver a dejarlo?". Esta aparentemente inocente frase debilita los argumentos de los fumadores en fase contemplativa que se comienzan a plantear abandonar su hábito. Es una puñalada vil hacia una población diana muy concreta.

En Berlín, se puede tomar el sol en pelotas en el parque delante del Parlamento o de la residencia de la canciller sin que pase nada. Y aunque mi cuadriculada mente me hace ver esa actitud poco adecuada, nada me impidió imaginar la cara de nuestros José Luis y Sonsoles al despertar un día y mirar por la ventana de su dormitorio, descubriendo en la Moncloa a decenas de madrileños mostrando sin pudores la genitalidad nacional.

En Berlín, te puede morder un perro doméstico que nunca haya ido al veterinario. A mí en España nunca me había mordido un perro. Quizás aquí vayan más atados o haya sido simplemente mala suerte, sin más. Menudo hematoma en la pierna me traigo de recuerdo.

En Berlín, la palabra "Sommer" no debería ser traducida al español como "Verano". Dejar la noche berlinesa en la que un jersey no está de más para entrar en los cuarenta grados de mi ciudad despoja de todo significado a Sommer.

Foto: Tormenta una tarde de verano, en el lado este del Muro.

6 de agosto de 2011

El problema de la corona (2)


Segunda forma de calcularlo (fácil)

Sabemos dos cosas: Una, la longitud de la cuerda más larga que cabe en la corona circular (diez centímetros) y dos, la más importante, que el problema tiene solución.

Por tanto da igual cuando midan los radios rojo y amarillo mientras que la cuerda mayor siga midiendo diez centímetros.

Si el radio amarillo midiera cero, la cuerda se convertiría en el diámetro del círculo (ver imagen). Como el área del círculo es Pi * el radio al cuadrado; esta debe ser de Pi * cinco al cuadrado, que son aproximadamente 78,5 centímetros.

En la práctica médica, muchas veces nos empeñamos en conocer detalles que en un principio podrían parecer útiles, como en nuestro problema son las longitudes de los segmentos amarillo y rojo. Sin embargo, sabemos de antemano que de poco van a servir, que no van a cambiar la decisión final.

Parece arriesgado atreverse a poner un tratamiento o a dejar de ponerlo conociendo sólo algunos datos, como sólo la TSH para descartar hipotiroidismo o prescindir de los leucocitos para dar o dejar de dar antibióticos a una amigdalitis con otros criterios. Se ve tan arriesgado como apostar por el área de la corona conociendo sólo la cuerda máxima.

Sin embargo, estas decisiones médicas están basadas en fundamentos tan sólidos como el teorema del área de la corona y por tanto, hasta que no se demuestre lo contrario, son más que fiables. Seguro que ustedes son capaces de aplicar la paradoja del problema de la corona a otros muchos aspectos de sus vidas cotidianas en los que con datos irrelevantes son capaces de estar seguros de la solución.

3 de agosto de 2011

El problema de la corona (1)


Para que me dejen descansar en mi semana de vacaciones, les ofrezco hoy un bonito problema que seguramente tenga repercusiones en su vida diaria.

El problema parece sencillo a simple vista. Consiste en calcular el área de la corona circular de la foto sabiendo que la línea azul mide 10 centímetros. Esa línea azul es la línea recta (cuerda) más larga que cabe dentro de la corona. Desde este momento les digo que el problema tiene solución.

Primera forma de calcularlo (difícil)

El área de la corona debe ser igual al área del círculo mayor menos el área del círculo menor. El área de un círculo es Pi por el radio del círculo al cuadrado. De este modo:

Área círculo grande = Pi * segmento rojo al cuadrado.
Área círculo pequeño = Pi * segmento amarillo al cuadrado.

Área corona circular = Área circulo grande - área círculo pequeño = Pi * segmento rojo al cuadrado - Pi * segmento amarillo al cuadrado.

Sacando factor común, área corona circular = Pi * (segmento rojo al cuadrado - segmento amarillo al cuadrado).

Por otro lado, podemos dibujar dos radios tal y como en el dibujo, de forma que se forme un triángulo rectángulo. Según el teorema de Pitágoras, Segmento rojo al cuadrado = Segmento amarillo al cuadrado + la mitad del segmento azul al cuadrado.

Despejando, la mitad del segmento azul al cuadrado (cinco por cinco, veinticinco) = segmento rojo al cuadrado - segmento amarillo al cuadrado.

Habíamos dicho antes que el área corona circular = Pi * (segmento rojo al cuadrado - segmento amarillo al cuadrado). Sustituyendo el paréntesis, el área de la corona circular es Pi * 25, más o menos 78,5 centímetros cuadrados.

¿Lo hemos comprendido? ¿Nos hemos perdido al sustituir a la vez las dos incógnitas? ¿Y si les digo que existe una forma mucho más sencilla de resolver el problema?